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Quizás la alfarería de Pereruela ha eclipsado todo lo demás que tiene esta localidad. Hablar con cualquier zamorano de este lugar es hablar de sus cacharros para el fuego: cazuelas, hornos, tapaderas,.... Caolín y barro “colorao”, que le dieron fama siglos atrás en la elaboración de crisoles, que llegaron hasta la cornisa cantábrica a lomos de burros.
Pero Pereruela ya es Sayago y forma parte de su penillanura granítica, granito que aflora entre sus casas. Una penillanura donde cuesta sacar adelante el trigo por la debilidad de su suelo y donde prosperan ganados de ovino. En los bordes de su término, junto al Duero, ya aparecen los primeros Arribes, profundo cañón que excavó el río en su afán por llegar al mar, con lugares de leyenda, como el Salto del Ladrón. Misterios que también algunos quieren encontrar en Los Hociles, donde una ribera aparece y se oculta entre los amasijos de redondeadas moles graníticas.
Por este pueblo pasaba la calzada que se dirigía desde Ocelum Duri a Miranda, lamiendo el Teso de Bárate, donde “Viriato tenía su cueva”. La localidad conserva aún casas realizadas en piedra de sillería, que nos hablan de su esplendor pasado con familias noblesl, como fue la de los Docampo. La iglesia de Santa Eufemia es obra renacentista, como lo proclama la labor de bolas del extradós de su portada, cobijada bajo atrio.
Las calles son de trayecto irregular y en general estrecho, con ligeras pendientes según aflore o no el granito. La mascarada, aunque con punto neurálgico en la Plaza Mayor, recorre las principales de ellas.
Comienza la celebración con la llegada de los personajes. Abre la comitiva un Obispo, acompañado de un monaguillo con calderín con agua a modo de acetre, que no para de echar bendiciones y asperger a la gente. Le siguen dos Vacas Antruejas, una más pequeña que la otra, portadas siempre por dos niños cada una, para hacer referencia a las dos Vacas que salían antiguamente en el pueblo: la de los niños, que aparecía el domingo de Antruejo y la de los mozos, que lo hacía el Martes de Carnaval. Ambas van acompañadas delante por un Sembrador, que, con alforja al hombro, van arrojando paja por la calle; las siguen los Gañanes, que, armados con un palo, procuran dominarlas. Correteando de un lado para otro, un niño porta a su espalda un Pelele, semiabrazado a su cuello. Cierran la comitiva un grupo de mujeres ataviadas con el traje tradicional, cantando al ritmo del tamborilero, que toca flauta y tamboril.
Una vez en la plaza, el Obispo echa una predicación en coplas, pareados de rima consonante, con referencia a temas de actualidad nacional y provincial, pero donde no faltan jamás las referencias de carácter sexual y frases con doble sentido. Su autor es el propio Ramón Carnero. Este pregón hace referencia al que consta documentalmente en Almeida que se hacía por parte del “obispillo”.
Terminado el mismo, se hace un recorrido por el pueblo, sembrando las calles, y animando para que salgan de sus casas a verlos. Se vuelve al lugar de origen. Aquí comienza el ritual propiamente dicho: Es el momento en que entra en escena el Sembrador que riega de paja, a modo de semillas, el terreno. La Vaca ahora se ha convertido en animal de campo y dirigida por el Gañán simula arar el terreno recién sembrado. Después, suena la música y comienzan a bailar las mujeres. Es el momento que aprovecha la Vaca -aquí ya sólo actúa la grande- para crear desorden metiéndose entre las danzantes y hacer ademán de levantar algunas faldas. En ese momento también entra en escena el Pelele portado a hombros por un niño, en referencia a lo que se realizaba a lomos de burro. La persecución entre el baile acaba con la caída del Pelele y su corneamiento por parte de la Vaca.
Ahora el Gañán cambia palo por muleta y torea la Vaca, entre los olés del público, hasta que procede a darle muerte. Sus despojos van a ser objeto de un divertido responso por parte del Obispo, una vez despojado de su capa pluvial, al tiempo que lanza hisopazos a diestro y siniestro. Termina la representación con el cortejo fúnebre formado por lloronas y el Obispo, que pone punto final a su actuación con un jocoso miserere, donde siempre pide limosna.