La importancia de la sal en todos los órdenes (alimentación, conservación de alimentos, curtido de pieles, farmacopea, templado de metales, etc.), que ha dado lugar a que Jean François Bergier compare su peso geoestratégico en el pasado con el del petróleo en el mundo actual, ha obligado a los arqueólogos a asumir el reto de desvelar su presencia y su papel en los distintos contextos.
La denominada “Arqueología de la Sal” estudia principalmente las huellas dejadas por la explotación del recurso. El testimonio más célebre de época prehistórica continúa siendo la mina austriaca de Hallstatt en la que, desde el final de la Edad del Bronce, pero sobre todo durante la Edad del Hierro, se extraía la sal gema excavando galerías y utilizando picos metálicos. Hoy, gracias al hallazgo de herramientas comparables de piedra pulida en la Muntanya Salada de Cardona, en Cataluña, es posible afirmar que este mismo tipo de labores se realizaban ya por lo menos tres mil años antes, desde el Neolítico.
Pero la obtención de sal en los tiempos remotos podía hacerse también a partir de la cocción de las salmueras, es decir, forzando la evaporación del agua gracias al uso de fuego. Una curiosa formula que, según revelan recientes excavaciones, ya se utilizaba desde el Neolítico en los Balcanes.
La elaboración de la sal requería entonces el uso de gran cantidad de recipientes cerámicos, a veces sin cocer completamente, que se colocaban bien sobre hornos de cámara, bien directamente sobre peanas o pedestales de barro. Al final del proceso, en cualquier caso, los moldes debían romperse para extraer los bloques de sal (panes). Los cascotes resultantes de esa rotura, mezclados con las cenizas de los cocederos y con los restos de los soportes y de las paredes de los hornos, una vez abandonada la instalación, acaban formando inmensos basureros que se conocen en toda Europa con el nombre de briquetages y que suelen ser, a ojos de los arqueólogos, el signo más representativo de cualquier oficina salinera de esta naturaleza.