El comercio de obras de arte entre los Reinos de España y Flandes remonta al siglo XIV, cuando ya está constatada la llegada de laudas de latón o los primeros retablos tallados en madera policromada, como los relieves conservados en Jaca y Sitges. Estos vínculos iniciales se verían posteriormente reforzados mediante la política de alianzas y enlaces dinásticos impulsada por los Reyes Católicos, que derivó en la unión de los Países Bajos y Castilla bajo una misma corona con el fugaz acceso al trono castellano de Juana la Loca y Felipe el Hermoso. El proceso se consolidaría con la dinastía Habsburgo a partir del reinado de Carlos I.
En este contexto favorable miembros de la administración, dignidades eclesiásticas y mercaderes viajaron con frecuencia a los Países Bajos donde tuvieron la oportunidad de entrar en contacto directo con una de las propuestas estéticas más sobresalientes de la Europa occidental a finales de la Edad Media: el arte flamenco.
El factor decisivo en la introducción del arte flamenco en España lo constituyeron las relaciones comerciales derivadas de la existencia en nuestro país de materias primas y la ausencia de una tradición preindustrial, generando un doble efecto.
Por un lado dieron lugar a una prosperidad económica sin precedentes, lo que originó el crecimiento de la demanda de productos de lujo, entre los que se incluían obras artísticas de muchos géneros: suntuosas telas, libros miniados, objetos de latón, estampas, tapices, pinturas sobre tabla... y por supuesto imágenes y retablos esculpidos.
Por otra parte, la propia actividad mercantil permitía dar respuesta a esa demanda al conectarla con una oferta amplia que ofrecía piezas de contrastada calidad a un precio competitivo. Y al mismo tiempo se completaban las cargas de los buques que retornaban con productos manufacturados a partir de las materias primas que habían sido exportadas con anterioridad.
Las ciudades flamencas, rebosantes de vitalidad, agrupaban a numerosos artesanos que gracias a las redes comerciales disponían de las materias primas necesarias para la realización de los retablos escultóricos policromados: madera de roble y nogal, para la construcción de las cajas y los postigos que las cerraban o la talla de las imágenes y relieves que albergaban, así como pigmentos de diversa naturaleza y metales preciosos con los que elaborar los revestimientos metálicos que caracterizan su vistosa policromía.
Bien organizados en gremios que reglamentaban con detalle el desempeño de sus oficios, los talleres flamencos fueron capaces de crear una verdadera industria en el ámbito de la imaginería religiosa. Su producción se caracterizaba por una esmerada ejecución y una calidad media muy notable que llegó a ser muy apreciada en toda Europa, y sintonizaba muy bien con la piadosa mentalidad imperante en la época.
En muchos casos, como en el de los retablos de Santibañez-Zarzaguda o Covarrubias, desconocemos qué tipo de clientes demandaron estas obras aunque, en mayor o menor medida, interesaron a todos los estamentos sociales.
El gusto de los monarcas por el arte flamenco, en general, fue preferentemente destinado a la pintura sobre tabla y los libros miniados. En lo que respecta a la importación de retablos de talla, los encargos realizados por Enrique IV para el convento segoviano de San Antonio el Real constituyen casi una excepción, pero demuestran que también en la cúspide de la sociedad llegó a ser estimado este tipo de obras.
Algunos nobles que ocuparon posiciones relevantes en la corte o la administración, como el Contador Fernán López de Saldaña, y el magistrado de la chancillería de Valladolid Gonzalo González de Illescas, también dotaron sus capillas con retablos procedentes de los Países Bajos o ejecutados por artistas de esa procedencia establecidos en Castilla y León.
Muchos mercaderes, enriquecidos con las ganancias de sus negocios y deseosos de mostrar su floreciente posición social, no se limitaron a ejercer de meros intermediarios. Emulando el ejemplo de personajes más encumbrados, fundaron capillas que amueblaban lujosamente, a menudo con retablos de origen flamenco. Ese fue el caso del comerciante burgalés García de Salamanca quien aparece en actitud piadosa junto a su mujer y sus santos patronos en el retablo de la Santa Cruz de la iglesia de San Lesmes. De esta forma pretendían obtener la redención de sus pecados y la salvación de sus almas.
Estas obras también se emplearon en los altares mayores de algunos templos, como probablemente sucedió con el de Sotopalacios, iniciativas impulsadas por los cabildos parroquiales, acaso contando también con el apoyo de particulares. Las comunidades de feligreses se unieron así a esta moda procurando para su edificio más representativo, la parroquia, un mobiliario digno en consonancia con el estilo artístico del momento.
J. Muñiz Petralanda