En origen el retablo estuvo vinculado a la exposición de las reliquias sobre el altar, porque se ponía en duda que las imágenes pudieran por sí solas transmitir la esencia del dogma religioso. Con el tiempo, se aceptó que una pintura o una escultura podían servir como medio de transferencia de una devoción manifestada, no al propio objeto, sino a lo que éste representaba.
El retablo adquirió entonces su sentido primordial: el de un medio didáctico, que trasladaba a los fieles iletrados los conceptos fundamentales de la doctrina cristiana, al tiempo que servía de escenario para el desarrollo de las ceremonias litúrgicas. Esa fue en esencia su finalidad durante la etapa de realización de los retablos flamencos. Posteriormente adoptaría nuevos usos, como el eucarístico, cuando se incorporaron a su estructura los sagrarios.
El retablo también constituía un medio de propagación de la religiosidad y piedad de su promotor, así como de su status social, dado su elevado coste.
La doctrina de la iglesia se exponía a los fieles de una forma muy visual, a través de un conjunto de escenas talladas y pintadas que transmitían una serie de temas, que denominamos iconografía. Los episodios se extraían del Nuevo Testamento, recopilaciones de historias de los santos, como la Leyenda Dorada, y algunos otros textos no aprobados oficialmente por la iglesia (evangelios apócrifos) conformando distintos ciclos. Los más habituales eran los de la Vida de la Virgen y la Infancia de Jesús, la Pasión de Cristo o las Vidas de los Santos.
Los motivos principales podrían complementarse con otros más pequeños y de temática similar tomados del Antiguo Testamento, que servían como antecedentes (prefiguraciones), o también con los representados en las puertas que cerraban el retablo. Gracias a ellas, éste podía mostrarse de distintas maneras, reservándose la exposición de todas sus escenas para las fiestas más señaladas (Navidad, Semana Santa y festividad del santo titular).
La vida de Cristo, que haría posible la Salvación de la humanidad, se iniciaba con la Infancia de Jesús. En ella jugó un papel fundamental la Virgen María, cuyo culto adquirió un gran auge a finales de la Edad Media, desarrollando una historia propia. Ambos ciclos estaban muy relacionados y a menudo se representaron unidos, siendo algunos de los temas más habituales en los retablos flamencos.
Cuando los retablos se dedicaban a la Virgen, en el centro se representaba su Muerte (Dormición), la Asunción a los cielos o su Coronación, caso del retablo de Bascones de Valdibia. A los lados podían incorporarse episodios propios, como su ingreso al templo (Presentación), el Matrimonio con San José (Desposorios) o sus funerales, o pasajes más característicos de los retablos de la Infancia de Cristo, donde la escena principal se reservaba para el Nacimiento, como en el ejemplar de Sotopalacios. La Anunciación, la Adoración de los Magos, la Circuncisión o la Presentación de Jesús en el templo eran escenas frecuentes tanto en los retablos marianos como en los de la Natividad.
El momento culminante de la iconografía cristiana es el sacrificio de Jesús, por lo que su Pasión constituye el tema más representado en los retablos de origen flamenco. Este ciclo gira en torno precisamente a su Crucifixión, enriquecida habitualmente con pasajes y personajes complementarios: entre estos podemos encontrar a San Juan sosteniendo a la Virgen que se desvanece, el Llanto de la Magdalena, el soldado que clava la lanza en su costado o el centurión que lo reconoce como el Mesías. Todos ellos suelen componer una única escena muy compleja, como en el retablo de la Pasión del convento segoviano de San Antonio el Real.
El Camino del Calvario, la Flagelación, el Ecce Homo o la Coronación de espinas solían incorporarse a la izquierda y el Descendimiento de la Cruz, el Santo Entierro o su Resurrección, a la derecha. Ocasionalmente, uno de estos pasajes secundarios podía ocupar el espacio central, buen ejemplo de lo cual sería el relieve de la parroquia de Galinduste.
Los Santos, imitando la doctrina de Cristo, entregaron para defenderla su propia vida, caracterizada por una existencia austera, piadosa y caritativa, que se veía recompensada con la ayuda de Dios, manifestada a través de diversos sucesos milagrosos. Por ello, se convirtieron en un ejemplo a seguir por los fieles quienes les consideraban como sus principales protectores ante toda clase de enfermedades y calamidades. Su amparo se extendía asimismo a comunidades constituidas por miembros que compartían una misma actividad profesional (gremios) o a los vecinos de una población o parroquia, que se ponían bajo su patrocinio.
Sus vidas, repletas de martirios y milagros, se relataban en infinidad de sermones y lecturas, fácilmente reconocibles al verse representadas en los retablos. Dada la diversidad de escenas posibles, la producción en serie no era viable, por lo que los retablos dedicados a santos, como el de San Juan Bautista en Valladolid, eran obras realizadas por encargo.
J. Muñiz Petralanda