Al contemplarlo desde la lejanía, pues para acercarnos a él hay que superar el cercado de una finca, resulta un templo sencillo y sobrio, compuesto de cabecera rectangular y una única nave a cuyos pies se erigió una pequeña espadaña, con altas pretensiones en su basamento, pero venida a menos en su remate. Parece que su origen habrá de situarse no antes del siglo XV y sus fases más tardías hacia el siglo XVII, pues tanto su tipología como su morfología coincide con la de tantos edificios de su entorno erigidos en esas centurias.
Desprovistos los paramentos de cualquier tipo de revoco, y sabemos que los tuvieron, el muro de cierre de la capilla mayor es el único que en este momento luce pinturas murales. Es más, toda su superficie aparece tapizada de arriba abajo, a excepción del basamento, con el típico retablo fingido de tres calles y dos cuerpos, rodeado por un sencillo guardapolvo. Difiere de todos los retablos que se han estudiado hasta aquí en su temática o iconografía pues, en suma, recoge un ciclo de la Pasión de Cristo, del que tan sólo se descuelga uno de los encasamientos superiores.
Las escenas vinculadas a la Pasión siguen un sentido de la narración de arriba abajo y de izquierda a derecha, y son: Camino del Calvario, Crucifixión, Llanto sobre Cristo muerto y Resurrección. Al margen se sitúa el recuadro superior izquierdo que alude al titular del templo al efigiar la Imposición de la casulla a San Ildefonso. Junto a todas ellas reconocemos dos pinturas menores, ubicadas en los laterales de la calle central, en la caja inferior, con los apóstoles San Pedro y San Pablo de cuerpo entero y con sus atributos iconográficos característicos.
Si algo llama la atención en este conjunto es la distinta calidad de las escenas que lo componen, algo que nos estará hablando de la participación de un taller con su maestro y ayudantes o incluso de dos pintores diferentes, baste con comparar las figuras, tratamiento de los paños o el estudio anatómico de pasajes como la Crucifixión o la Resurrección.